jueves, 22 de noviembre de 2007

Un grande de la cultura


¡Adiós, genio!

Suele decirse que donde hay genio hay ingenio, y no lo dudo. Toda una muestra ha sido Fernando Fernán Gómez (Lima, Perú, 21 de agosto de 1921 – Madrid, 21 de noviembre de 2007), una figura destacada en el mundo del cine, del teatro y de la literatura que ayer nos abandonó a los 86 años de edad, dejando tras de sí todo un legado cultural digno de admiración. Le vimos en películas como La Colmena (Maria Camus, 1983), Belle Époque (Fernando Trueba, 1992), El abuelo (José Luís Garci, 1998), La lengua de las mariposas (José Luís Cuerda, 1999), y todo un sinfín más de largometrajes donde dio vida a personajes de toda índole. Su huella en el cine no acaba aquí, también fue director de películas como El viaje a ninguna parte (1983), Lázaro de Tormes (2001) o la televisiva serie Fortunata y Jacinta (1980). El teatro era otra de sus pasiones, y en este ámbito aportó también varias obras, de las que cabe destacar Las bicicletas son para el verano (1984).

Su carrera y profesionalidad se han visto reconocidas con premios como los Goya o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Ocupó el sillón B de la Real Academia de la Lengua, su dominio de la palabra nos dejó boquiabiertos en más de una ocasión. Su talento le convirtió en todo un hito para nuestro país y también en Latinoamérica, tierra a la que siempre estuvo muy vinculado tanto por su nacimiento como por sus amores.

Hoy lloran las tablas de los teatros, los guiones cinematográficos, las salas de cine, las letras del abecedario, las palabras... Hoy nos ha despedido a ritmo de tango, con sabor a versos de Rubén Darío, en el teatro, como solo saben hacer los genios...



lunes, 19 de noviembre de 2007

Son esas tardes de otoño...

Cuando hace frío tenemos una tendencia a permanecer en casa, a realizar una simbiosis con el sofá y permanecer encerrados como si la lluvia o el frío fueran a acabar con nosotros. La pereza parece que se hace más pesada y el cielo gris poco invita a dar un paseo. Pero hoy, a pesar de que el cielo de Salamanca lleva todo el día amenazando a lluvia y dejando caer sobre unos cuantos desprevenidos suaves gotas de agua, yo he roto con la simbiosis del sofá y me dispuse a caminar un rato. En mi paseo no tuve otro acompañante más que el paraguas, y juntos observamos cómo sienta el otoño a la piedra de Villamayor y a las orillas del Tormes. Éstas resultan ser un auténtico espectáculo de ocres en el que la danza la ponen las hojas, que caen con la misma sutileza con la que pasa el tiempo y el murmullo del agua parece acallado por el agua que cae sobre el cauce. Y así, escuchando las gotas de agua, sintiendo la textura resbaladiza de las hojas que van humedeciéndose con la lluvia bajo mis pies, di un paseo por el río y también por mi misma. Quizá sea la melancolía que nos produce la lluvia, la nostalgia de los ocres, la soledad del otoño, pero todo ayudó a mi mente a abandonar por unos minutos ese caos que en muchas ocasiones parece rodearnos y sumergirme en mi propio caos. Pisar con fuerza un charco sin importarnos que el agua llegue hasta las rodillas... Tirar una piedra al río para romper la tranquilidad de su cauce... Intentar desprendernos del otoño a la fuerza es imposible, lo mejor será dejarlo pasar y que vayan cayendo nuestras hojas poco a poco...