domingo, 25 de mayo de 2008

Se llamaba Soledad



La noche era una de esas que llaman de perros: lluvia, viento y unas temperaturas demasiado bajas para la época primaveral que era. El autobús había llegado con media hora de retraso. Le pesaban las piernas y el cansancio dominaba cada una de las partes de su cuerpo. Como unas temperaturas tan bajas no eran normales de un mes de mayo, ella llegaba con una chaqueta de entretiempo y unas zapatillas de tela, suerte que tenía en el bolso ese paraguas pequeño que le ayudaría a protegerse de las frías gotas de agua mientras esperaba un taxi. El paraguas abierto duró menos que el taxi en llegar. Una ráfaga de viento acabó doblando las varillas y dejándola totalmente indefensa de aquella lluvia que no parecía cesar. Fue hasta una papelera cercana, y maldiciendo la fragilidad de aquel paraguas, lo tiró. En tan solo unos segundos el agua la había empapado, y el viento hacía un efecto congelante. La estación a esas horas ya estaba cerrada y el maldito taxi no llegaba.

En lugar de ponerse a maldecir aquella situación, que no era para menos, la dio por quitarse el pelo que tenía sobre su cara mojada y ponerse a mirar aquella calle desierta en la que no había más vida que la de las alcantarillas que tragaban agua sedientas. La entró un escalofrío, y volvió de nuevo a aquella realidad de frío, agua y viento. Al fin llegó el taxista. Le dijo su destino y no hubo más conversación durante el trayecto. De buena gana ella le hubiera echado mil pestes y le hubiera amenazado con quitarle la licencia, pero sus labios estaban morados, sus piernas pesaban más de lo normal y su cabeza no registraba otra cosa más que la quietud y tranquilidad que había en cada rincón, en cada portal, en cada calle. Mientras se iban sucediendo puertas, coches, escaparates, semáforos y jardines ante la ventanilla del taxi, no deseaba nada más que llegar a casa y darse una ducha caliente.

Llegó a su destino, abrió la puerta del portal y dejando tras ella una hilera de gotas de agua, subió en el ascensor. Mientras éste bajaba desde el cuarto piso observó la tranquilidad que había también en el portal. Al fin entró en casa. Se descalzó en la entrada y entró directa en el baño para darse una ducha antes de acostarse. De nuevo su cuerpo servía de pista de patinaje para las gotas de agua, pero esta vez, la sensación era mucho más agradable, solamente porque cuando se cansara podría cerrar el grifo. Antes de meterse en la cama se sentó y miró a su alrededor. De nuevo observó calma, sosiego, paz... cualquiera diría que aquello parecía el equilibrio. Todo en su sitio, tal cual lo había dejado. Ni un papel fuera de lugar, ni un vaso en el fregadero, ni un calcetín en el suelo de la habitación, ni un pantalón sobre la silla, ningún bolígrafo sin su tapa, todos los cajones herméticamente cerrados, sonrisas perfectas en un portarretratos... Se metió en la cama y apagó la luz. Parece que había parado de llover, ahora solo escuchaba el gorgoteo de las alcantarillas que tragaban el agua del chaparrón... Se dio cuenta de que aquello no se llamaba calma, se llamaba soledad...

miércoles, 14 de mayo de 2008

Me gusta... No me gusta...

Odio subir la cuesta de San Blas con la maleta, algunos viernes más que otros, los peores son esos en los que el bagaje no es más que hojas repletas de tachones, y libros con anotaciones al margen. Me gusta caminar hacia la estación sin prisa, quizá porque nunca he ido despacio. No me gusta hacer cola para subir al autobús y mucho menos, el barullo que se forma cuando hay que meter las maletas. En el autobús me gusta sentarme del lado de la ventanilla, y a poder ser, donde no haya cortinilla para poder apoyar mi codo en el borde y así echar una cabezadita. Detesto que la persona que se sienta tras de mí abra y cierre continuamente esa pequeña papelera llena de chicles pegados que hay detrás de mi asiento. No soporto que mi acompañante coma chicle durante el viaje, aunque me gusta averiguar de dónde es, hacia dónde se dirige, y para entretenerme durante el viaje, inventarme su vida. El viaje siempre se hace más agradable si llueve, y si es mucho, mejor que mejor.


Al llegar a mi destino, prefiero ser la última en bajar del autobús, y no sacar la maleta hasta que mi hermano me da un abrazo y me dice: “Rápido, tengo el coche en doble fila”. Siempre la misma canción. Sabina, no podía ser de otra manera. Una vez en el coche, ya es como si estuviera en casa. Veo la torre del pueblo, atenta a todo lo que se mueve a su alrededor, y a lo que no se mueve, que cada vez es más. Siempre la encuentro igual al verla por la carretera: el mismo nido, el mismo número de cigüeñas, la misma hora en el reloj, el mismo silencio de las campanas. Y eso no me gusta, no me gusta que el pueblo sea cada vez más pueblo, esté cada vez más vacío, y se
encuentre cada vez más solo.


Me gusta llegar a casa y sentarme en el escaño, no a un lado ni a otro, en el centro y yo sola; taparme con las faldas de la camilla al calor del brasero, quitarme las zapatillas sin desatar los cordones y poner los pies encima para saborear cada grado de calor que sale de su resistencia. Cenar tortilla de patatas, hecha por mi madre y hacer sentir a todos las ganas que tenía de verles, de olerles, de escucharles y de que me escucharan. Odio que mi hermano me haga cosquillas, pero le pido que me las haga cuando lleva tiempo sin hacérmelas. Me encanta mancharme las manos de harina para ayudar a mi madre a hacer una tarta que después nunca como. Me gusta pasear por donde paseaba, hablar con quien hablaba y aprender de los sabios. Me gusta mirarles a los ojos y analizar cada rasgo que tienen en la cara, son los que dan valor al
pueblo, sus mayores.


No me gusta meter la ropa limpia en la maleta para regresar, no me gusta pronunciar “hasta la próxima”, no me gusta montar en el coche para regresar a la estación, este ya no parece mi casa, ya no suena la misma canción y siempre sobra tiempo hasta que sale el autobús. Para regresar me da igual dónde sentarme y no me gusta inventarme la vida de quien va a mi lado. Salgo la última del autobús pero sin ganas de salir. Cojo la maleta sin ganas de cogerla y lo peor de todo, ahora, la cuesta de San Blas me supone un mayor esfuerzo a pesar de que hay que bajarla y no subirla.