La noche era una de esas que llaman de perros: lluvia, viento y unas temperaturas demasiado bajas para la época primaveral que era. El autobús había llegado con media hora de retraso. Le pesaban las piernas y el cansancio dominaba cada una de las partes de su cuerpo. Como unas temperaturas tan bajas no eran normales de un mes de mayo, ella llegaba con una chaqueta de entretiempo y unas zapatillas de tela, suerte que tenía en el bolso ese paraguas pequeño que le ayudaría a protegerse de las frías gotas de agua mientras esperaba un taxi. El paraguas abierto duró menos que el taxi en llegar. Una ráfaga de viento acabó doblando las varillas y dejándola totalmente indefensa de aquella lluvia que no parecía cesar. Fue hasta una papelera cercana, y maldiciendo la fragilidad de aquel paraguas, lo tiró. En tan solo unos segundos el agua la había empapado, y el viento hacía un efecto congelante. La estación a esas horas ya estaba cerrada y el maldito taxi no llegaba.
En lugar de ponerse a maldecir aquella situación, que no era para menos, la dio por quitarse el pelo que tenía sobre su cara mojada y ponerse a mirar aquella calle desierta en la que no había más vida que la de las alcantarillas que tragaban agua sedientas. La entró un escalofrío, y volvió de nuevo a aquella realidad de frío, agua y viento. Al fin llegó el taxista. Le dijo su destino y no hubo más conversación durante el trayecto. De buena gana ella le hubiera echado mil pestes y le hubiera amenazado con quitarle la licencia, pero sus labios estaban morados, sus piernas pesaban más de lo normal y su cabeza no registraba otra cosa más que la quietud y tranquilidad que había en cada rincón, en cada portal, en cada calle. Mientras se iban sucediendo puertas, coches, escaparates, semáforos y jardines ante la ventanilla del taxi, no deseaba nada más que llegar a casa y darse una ducha caliente.
Llegó a su destino, abrió la puerta del portal y dejando tras ella una hilera de gotas de agua, subió en el ascensor. Mientras éste bajaba desde el cuarto piso observó la tranquilidad que había también en el portal. Al fin entró en casa. Se descalzó en la entrada y entró directa en el baño para darse una ducha antes de acostarse. De nuevo su cuerpo servía de pista de patinaje para las gotas de agua, pero esta vez, la sensación era mucho más agradable, solamente porque cuando se cansara podría cerrar el grifo. Antes de meterse en la cama se sentó y miró a su alrededor. De nuevo observó calma, sosiego, paz... cualquiera diría que aquello parecía el equilibrio. Todo en su sitio, tal cual lo había dejado. Ni un papel fuera de lugar, ni un vaso en el fregadero, ni un calcetín en el suelo de la habitación, ni un pantalón sobre la silla, ningún bolígrafo sin su tapa, todos los cajones herméticamente cerrados, sonrisas perfectas en un portarretratos... Se metió en la cama y apagó la luz. Parece que había parado de llover, ahora solo escuchaba el gorgoteo de las alcantarillas que tragaban el agua del chaparrón... Se dio cuenta de que aquello no se llamaba calma, se llamaba soledad...