Odio subir la cuesta de San Blas con la maleta, algunos viernes más que otros, los peores son esos en los que el bagaje no es más que hojas repletas de tachones, y libros con anotaciones al margen. Me gusta caminar hacia la estación sin prisa, quizá porque nunca he ido despacio. No me gusta hacer cola para subir al autobús y mucho menos, el barullo que se forma cuando hay que meter las maletas. En el autobús me gusta sentarme del lado de la ventanilla, y a poder ser, donde no haya cortinilla para poder apoyar mi codo en el borde y así echar una cabezadita. Detesto que la persona que se sienta tras de mí abra y cierre continuamente esa pequeña papelera llena de chicles pegados que hay detrás de mi asiento. No soporto que mi acompañante coma chicle durante el viaje, aunque me gusta averiguar de dónde es, hacia dónde se dirige, y para entretenerme durante el viaje, inventarme su vida. El viaje siempre se hace más agradable si llueve, y si es mucho, mejor que mejor.
Al llegar a mi destino, prefiero ser la última en bajar del autobús, y no sacar la maleta hasta que mi hermano me da un abrazo y me dice: “Rápido, tengo el coche en doble fila”. Siempre la misma canción. Sabina, no podía ser de otra manera. Una vez en el coche, ya es como si estuviera en casa. Veo la torre del pueblo, atenta a todo lo que se mueve a su alrededor, y a lo que no se mueve, que cada vez es más. Siempre la encuentro igual al verla por la carretera: el mismo nido, el mismo número de cigüeñas, la misma hora en el reloj, el mismo silencio de las campanas. Y eso no me gusta, no me gusta que el pueblo sea cada vez más pueblo, esté cada vez más vacío, y se
encuentre cada vez más solo.
Me gusta llegar a casa y sentarme en el escaño, no a un lado ni a otro, en el centro y yo sola; taparme con las faldas de la camilla al calor del brasero, quitarme las zapatillas sin desatar los cordones y poner los pies encima para saborear cada grado de calor que sale de su resistencia. Cenar tortilla de patatas, hecha por mi madre y hacer sentir a todos las ganas que tenía de verles, de olerles, de escucharles y de que me escucharan. Odio que mi hermano me haga cosquillas, pero le pido que me las haga cuando lleva tiempo sin hacérmelas. Me encanta mancharme las manos de harina para ayudar a mi madre a hacer una tarta que después nunca como. Me gusta pasear por donde paseaba, hablar con quien hablaba y aprender de los sabios. Me gusta mirarles a los ojos y analizar cada rasgo que tienen en la cara, son los que dan valor al
pueblo, sus mayores.
No me gusta meter la ropa limpia en la maleta para regresar, no me gusta pronunciar “hasta la próxima”, no me gusta montar en el coche para regresar a la estación, este ya no parece mi casa, ya no suena la misma canción y siempre sobra tiempo hasta que sale el autobús. Para regresar me da igual dónde sentarme y no me gusta inventarme la vida de quien va a mi lado. Salgo la última del autobús pero sin ganas de salir. Cojo la maleta sin ganas de cogerla y lo peor de todo, ahora, la cuesta de San Blas me supone un mayor esfuerzo a pesar de que hay que bajarla y no subirla.
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