Interminables horas de biblioteca. Mejor no pararse a pensar si han sido productivas o no, lo cierto es que he estado sumergida en la historia del siglo XX de España y más tarde en el mundo de la radio. Después, con sutileza, mi mirada pasó de los folios a ese lugar donde la pared se junta con el techo y de ahí me fui hasta las nubes. Sí, sí. Así de simple, es increíble la capacidad de imaginación que te puede otorgar la biblioteca una vez que llevas en ella un buen rato y las manillas del reloj se antojan cansadas y deciden detenerse. Cuando me quise dar cuenta, estaba en qué se yo donde y decidí salir a llenar la botella de agua por aquello de despejar la cabeza. Por el pasillo me encontré tráfico de apuntes, miradas abstraídas, y por si fuera poco, al espabilado de clase que me contó, cual cotorra que acaban de abrir el pico, lo bien que se sabe todo el temario del próximo examen. Me senté, volví a mirar a ese lugar donde la pared deja de serlo, miré qué estudia el de al lado, hice un tímido garabato en la esquina de la primera hoja que encontré y pegué un resoplido que hizo que el chico de mi izquierda me mirara y pensara: “No te queda nada”.
Preparé la mochila apresuradamente, como si de repente me hubiera acordado de que tenía cita con el sofá desde hace media hora y no me había dado cuenta. De camino a casa, por aquello de despejar la cabeza de nuevo, decidí pasar por la librería (¡Ya ves tú qué paradoja! ¡Salir de la biblioteca para meterme en la librería!) y amenizarlo todo ello con Calamaro en mis oídos. Eso ya era otra cosa: respirar aire, escuchar música, leer algo que no esté meticulosamente subrayado ni con escritos al margen. Llegué a casa con un libro más debajo del brazo, también tarareando una canción, se ha acabado el día. Mañana, de nuevo, la misma historieta.
Preparé la mochila apresuradamente, como si de repente me hubiera acordado de que tenía cita con el sofá desde hace media hora y no me había dado cuenta. De camino a casa, por aquello de despejar la cabeza de nuevo, decidí pasar por la librería (¡Ya ves tú qué paradoja! ¡Salir de la biblioteca para meterme en la librería!) y amenizarlo todo ello con Calamaro en mis oídos. Eso ya era otra cosa: respirar aire, escuchar música, leer algo que no esté meticulosamente subrayado ni con escritos al margen. Llegué a casa con un libro más debajo del brazo, también tarareando una canción, se ha acabado el día. Mañana, de nuevo, la misma historieta.
Ánimo con los exámenes, amigos.
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